Desde el inicio de la ofensiva rusa en Ucrania en febrero de 2022, el Papa Francisco ha hecho constantes llamamientos a la paz, llegando a afirmar en un discurso pronunciado ante una fundación educativa el 18 de marzo de 2022 que “no existe una guerra justa”. Su postura, generalmente mal recibida en Ucrania, donde se percibe al Papa como demasiado conciliador con Moscú, es en realidad una condena de principio de toda guerra, incluida la ofensiva rusa. Su postura, que muchos atribuyen a un sesgo antioccidental ligado a su origen argentino, es fruto de una maduración gradual del pensamiento cristiano sobre la legitimidad de la intervención militar.
La doctrina de la “guerra justa” es un concepto tradicional tanto en la filosofía secular como en la cristiana. Hacia el año 1000, el cristianismo medieval instituyó el principio de la “tregua de Dios”, estableciendo periodos en los que se suspendían los combates en torno a las fiestas religiosas, allanando el camino para una forma de regulación de los conflictos armados. En el siglo XIII, santo Tomás de Aquino estableció criterios para discernir el carácter moral de la acción militar, en particular la asunción de la responsabilidad de la declaración de guerra por los poderes públicos y no por los actores individuales, y la preocupación por garantizar el triunfo del bien común, sin intenciones ocultas.
Unos siglos más tarde, el trauma de las dos guerras mundiales y el desarrollo del derecho internacional llevaron gradualmente a la Iglesia Católica a declarar ilegal la guerra. En tiempos del Concilio Vaticano II, la Constitución Gaudium et Spes estipulaba en su artículo 80:
“Todo acto de guerra que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de vastas regiones con sus habitantes es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo, que debe ser condenado con firmeza y sin vacilación”.
En su encíclica de 2020, Fratelli tutti, el Papa Francisco sigue los pasos de la oposición de Juan Pablo II a las dos guerras del Golfo de 1991 y 2003, a pesar de que la primera, destinada a expulsar a las tropas de Sadam Husein de Kuwait, fue objeto de un relativo consenso en Occidente.
“Es fácil optar por la guerra bajo el pretexto de todo tipo de razones, supuestamente humanitarias, defensivas o preventivas, incluso recurriendo a la manipulación de la información. De hecho, en las últimas décadas, todas las guerras han sido supuestamente ‘justificadas'”, señala el Papa argentino.
Señalando que con el desarrollo de armas cada vez más sofisticadas, “la guerra ha adquirido un poder destructivo incontrolado que afecta a muchas víctimas civiles inocentes”, el Papa Francisco explica en esta encíclica que es “muy difícil hoy defender los criterios racionales, madurados en otros tiempos, para hablar de una posible ‘guerra justa'”. Nunca más la guerra”, insiste, repitiendo el famoso llamamiento de Pablo VI en la ONU el 4 de octubre de 1965.
¿No a la “guerra justa” pero sí a la legítima defensa?
Esta evolución gradual no significa, sin embargo, que se condene la legítima defensa, ya que el Catecismo de la Iglesia católica la reconoce como lícita, en línea con la tradición de los Padres de la Iglesia: “El valor que protege a la patria en guerra contra los bárbaros, que defiende a los débiles dentro del país o a los aliados contra los bandidos, este valor está lleno de justicia”, escribió San Ambrosio de Milán (339-397) en su Tratado de los Deberes.
En 2014, en el contexto de la ofensiva del Estado Islámico en la llanura de Nínive, en el norte de Irak, el Papa Francisco dio un apoyo matizado y prudente a la perspectiva de una intervención internacional, reconociendo que era lícito “detener al agresor injusto”.
En septiembre de 2022, durante la rueda de prensa que ofreció a su regreso de un viaje a Kazajstán, el Papa Francisco dio a entender que admiraba el patriotismo de los soldados ucranianos:
Defenderse no es sólo lícito, es también una expresión de amor a la patria. Quien no se defiende no ama, pero quien defiende ama”, dijo.
Esta semana, tras la polémica suscitada por las declaraciones del Papa sobre la “bandera blanca”, el cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado de la Santa Sede, dejó claro en una entrevista al Corriere della Sera que “son los agresores quienes primero deben cesar el fuego”, señalando a Rusia sin nombrarla. La responsabilidad de abrir negociaciones “no recae solo en una de las partes, sino en ambas, y la primera condición me parece que es precisamente poner fin a la agresión”, dijo el segundo de a bordo de la Santa Sede.
Este modo de comunicación puede dar la impresión de un distanciamiento entre el Papa y su propia diplomacia. También puede interpretarse como el signo de un reparto de papeles entre un Papa que asume el papel de profeta incomprendido intentando hablar a todas las partes y despertar las conciencias mediante llamamientos provocadores, y una Secretaría de Estado llamada a contemporizar jugando la carta del realismo político.
Lo cierto es que, una vez que se ha reconocido que la noción de “guerra justa” ha quedado obsoleta, los contornos de una “paz justa” siguen pareciendo muy difíciles de definir. Pero las operaciones de repatriación de cadáveres y de intercambio de prisioneros, que siguen dando lugar a algunos contactos entre los estados mayores ruso y ucraniano, pueden constituir, desde el punto de vista de la Santa Sede, una oportunidad para mantener algunos canales de humanidad y de esperanza con vistas a futuras negociaciones.