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Metaverso es una palabra compuesta por el prefijo “meta”, que en griego significa “más allá”, y el sufijo “verso” que hace referencia a “universo”. De manera que aquí estamos hablando de un universo que está más allá del que conocemos.
El metaverso es un espacio o universo virtual -artificial en definitiva- con el objetivo de replicar experiencias del mundo real (como estar en un salón de clases) o permitir que los usuarios puedan interactuar en mundos de fantasía.
Con el metaverso, internet ofrece una experiencia inmersiva en la que nos movemos por medio de un ícono o avatar digital que nos representa para relacionarnos con otras personas (u otros avatares digitales) teniendo la posibilidad de influir en ese “mundo” paralelo siendo capaces de tocar y mover objetos irreales, réplicas cibernéticas del mundo real.
El metaverso, gracias a dispositivos como las gafas especiales o visores que permiten ver una realidad aumentada (donde se sobreponen imágenes y texto en el mundo real) o una realidad virtual (donde hay una experiencia inmersiva en un mundo simulado), ofrece cambios en la forma en la que consumimos y creamos contenidos, y en cómo nos relacionamos socialmente.
De esta manera el metaverso es un “lugar” de trabajo, de diversión, de estudio, de compras, etc.
¿Pero es también un “lugar” para vivir la liturgia? ¿Se puede recibir un sacramento de forma virtual en el metaverso?
¿Liturgia virtual?
¿Es válida una misa u otra acción litúrgica en el “mundo” del metaverso? ¿Se puede encontrar y/o adorar a Dios en el metaverso?
No, porque hay que relacionarnos con Dios y adorarlo en el Espíritu y en la Verdad (Jn 4, 23-24).
Jesucristo es el único que nos lleva al único Dios (Jn 14, 6; 1 Tm 2, 5), vivo y verdadero. En consecuencia, la relación con Dios y su debida adoración no ha de ser aparente, ficticia, supuesta, imaginaria, errónea en definitiva.
Dicha relación con Dios pasa por la relación con Jesucristo, pan vivo bajado del cielo (Jn 6, 51), no con una idea de Él o una versión imaginaria de Él o con un dibujo de Él aunque sea animado.
La verdadera relación con Dios es objetiva, efectiva y real. No es cuestión solo de sentimientos, gustos o emociones.
Liturgia real
Ahora bien, adorar a Dios en Espíritu y en Verdad incluye -pues son imprescindibles- las acciones litúrgicas.
La liturgia es el “lugar” privilegiado, esencial y concreto para entrar en contacto real con Dios, para adorarlo y tenerlo en la vida.
Además, Dios no es un avatar ni somos avatares para Él; los hermanos en la fe no son avatares (personas irreales).
La gracia de Dios no se recibe por internet; y la acción litúrgica no es abstracta ni imaginaria.
El metaverso es como una second life, una vida paralela, una vida abstracta y allí no está Dios. Dios nos salva en esta vida, no en realidades creadas por el hombre.
Ahora bien, la Iglesia (conjunto de bautizados de carne y hueso) es el cuerpo místico de Cristo (1 Cor 12, 27; Col 1, 18; 1, 24) y en el metaverso, como no hay personas reales, la Iglesia no existe.
Por otra parte, ¿cuál es la necesidad litúrgico-pastoral de celebrar una “misa” en el metaverso? Ninguna.
¿Una supuesta acción litúrgica en el metaverso servirá para atraer a las nuevas generaciones a Dios? Quien no busca o encuentra a Dios en la vida real, es difícil que lo haga en el metaverso.
¿En el ámbito de la liturgia, qué hace pensar que la vivencia de una ‘misa’ por el metaverso sea mejor que en la vida real?
La Iglesia se puede servir del metaverso, como un nuevo areópago, para tantas cosas, pero no para lo que atañe a la vida de oración y la vida sacramental tanto personal como comunitaria.
¿Por qué?
Porque la liturgia no admite lo ficticio, lo volátil, lo artificial; exige siempre la verdad en lo que se hace y en lo que se dice.
La liturgia ha de tener en cuenta, pues son imprescindibles, los signos; signos que han de entrar en contacto con los cinco sentidos; con la totalidad de nuestro ser.
Por tanto la liturgia parte de lo real y concreto.
Dentro de los signos tenemos las personas, la palabra de Dios y las palabras de la asamblea, las acciones (las actitudes, los gestos y movimientos), los lugares concretos y los elementos igualmente concretos (los objetos, las vestiduras, sonidos).
Y estos signos han de gozar de autenticidad (lo que es natural, verdadero y genuino) para instruir a los fieles y para que el lugar sagrado mantenga su dignidad (Instrucción general del misal Romano, 292).
Nótese que aquí se habla de un lugar sagrado, un lugar físico, no cualquier lugar.
Una participación plena en la celebración
A partir de estos signos concretos se pide y se espera, en la oración pública, tanto comunitaria como privada, una participación igualmente activa concreta, tangible, real.
La naturaleza de la liturgia exige, por parte de los fieles, una participación a la que tienen derecho y obligación.
¿Y cómo ha de ser la participación? La participación ha de ser plena, consciente y activa (Sacrosanctum Concilium, 14).
Los fieles deben participar, entre ellos y con el ministro celebrante, de manera activa y fructífera en las acciones litúrgicas.
No es cuestión, pues, de ser observadores pasivos o curiosos de las normas relativas de una celebración válida y lícita (SC 11).
Esto implica tener en cuenta los espacios físicos donde se celebran todas las acciones litúrgicas.
“La experiencia comunitaria no cae del cielo, ni es creación espontánea, ni es resultado automático de mediaciones tecnológicas.
Toda comunidad humana está constituida por relaciones entre personas, que tienen historias, perspectivas, expectativas, sufrimientos; en definitiva, un rostro”.
Mensaje del Papa Francisco para la 56ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 2022
Presencia real
No existe, pues, en el metaverso una presencia real de las personas; por tanto no existen relaciones auténticamente humanas ni litúrgicas.
Así como la comida es material e insustituible (nadie se come un pan que “vea” con unas gafas) y se come con otras personas, así también la vivencia de la misa y la interacción con otras personas en el templo nunca podrán ser sustituidas por el metaverso o mundo digital.
Litúrgicamente hablando, por tanto, no existe en el metaverso la misma realidad de una misa presencial.
No existe el gesto muy humano de reunirse en el mismo lugar físico, como en la última cena, para comer del mismo pan y beber del mismo cáliz. Esta acción, simple y concreta, es lo que le da forma a la Iglesia.
Sabemos que Dios se hizo carne, que tuvo un cuerpo humano y Él quiere hacer presencia sacramental en cada persona real.
La misa no se centra simplemente en unas oraciones, cantos y proclamación de la palabra de Dios sino en comer el cuerpo de Cristo y beber su sangre durante la comunión.
Esto, por obvias razones, no es viable en el metaverso.
Encuentro insustituible
El papa Francisco, en su carta apostólica Desiderio desideravi, quiere explícitamente que la belleza de la celebración cristiana no sea desfigurada “por una comprensión superficial y reduccionista de su valor o, peor aún, por una instrumentalización al servicio de cualquier visión ideológica, cualquiera que sea” (DD, 16).
Además, “no es auténtica una celebración que no evangeliza, como no es auténtico un anuncio que no conduce al encuentro con el Resucitado en la celebración: y ambos, sin el testimonio de la caridad, son como un latón que resuena o címbalo que retiñe” (DD, 37).
Es por tanto compresible que el metaverso nunca podrá sustituir una experiencia real.
Lo virtual nunca podrá superar la experiencia o la vivencia de quienes reciben los sacramentos.
Los sacramentos tienen en cuenta los signos antes mencionados, para favorecer un encuentro personal con Dios a través de su Iglesia.
Lo virtual no solamente es litúrgicamente irreal sino también, en consecuencia, ineficaz porque hay ausencia física de lo constitutivo de los sacramentos: materia, forma, ministro.
Lo virtual (el metaverso) además se presta a abusos; corriendo, por ejemplo, el riesgo de que en el sacramento de la confesión el sigilo sacramental sea violado.
De manera pues que no se pueden celebrar los sacramentos a larga distancia. Para la validez de los sacramentos se requiere la presencia física del ministro y de los que reciben los sacramentos. Así lo pide la Iglesia.
“La realidad virtual no sustituye la presencia real de Cristo en la Eucaristía, ni la realidad sacramental de los otros sacramentos, ni tampoco el culto compartido en una comunidad humana de carne y hueso. No existen los sacramentos en Internet; e incluso las experiencias religiosas posibles ahí por la gracia de Dios son insuficientes si están separadas de la interacción del mundo real con otras personas de fe” (Iglesia e Internet, 9).
El metaverso no es el vehículo ideal para el encuentro con Dios en los sacramentos, encuentro que siempre tiene que ser personal y comunitario.
Además en ningún momento Internet puede suplir la cercanía pastoral y humana de un encuentro personal y fraterno.
La misa trasmitida en vivo por los medios de comunicación (radio, televisión e internet), y teniendo en cuenta ciertas condiciones, es de manera excepcional, una gran ayuda para los fieles que están total y objetivamente impedidos de ir a la misa presencial (enfermos postrados en cama, ancianos, personas con movilidad reducida, etc.); y lo es porque la misa, aunque sea a distancia, es real; en el metaverso todo es surreal.
Con un uso excesivo de la tecnología se puede ganar en lo accesorio y perder en lo fundamental, esencial, trascendental.
Las redes sociales, los juegos y el tiempo pasado frente a la pantalla, por lo adictivos que son, ya afectan negativamente el desarrollo infantil y juvenil.
Pero preocupa más que la gente prefiera la realidad virtual y descuide sus deberes y relaciones en el mundo real.
Los psicólogos y psiquiatras han llegado al consenso de que existe una correlación entre el uso de todo tipo de dispositivos conectados a internet y el aumento de la depresión, la ansiedad y el aislamiento.
Tanto avance ayuda a vivir una vida más fácil, útil, cómoda y rápida, pero el ser humano puede desconocer lo que a la larga pierde.
Estar en el ciberespacio nos conecta a un mundo creado por el hombre, pero al mismo tiempo puede desconectarnos de Dios y de lo creado por Él; de lo íntimo, de lo cercano, de lo netamente humano.