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Pocas han sido las reinas propietarias a lo largo de la historia. Pero las que han acompañado a sus regios esposos en el camino del poder, a veces, han ejercido como auténticas soberanas.
En la sombra, sin tener cargos oficiales en los reales consejos, estas mujeres utilizaron su inteligencia para tomar decisiones que, su condición de mujer, no les permitía. Margarita llegó de las lejanas tierras alemanas para casarse con un rey al que amó y al que intentó liberar de la influencia de su poderoso valido. Profundamente devota, Margarita fundó uno de los monasterios más emblemáticos de la capital de España.
“Nació doña Margarita de Austria de los ilustrísimos padres y abuelos descendientes de las Reales e Imperiales casas, en Graz de Estiria en el año del Señor de 1584 a 25 de diciembre día señalado de Pascua de Navidad entre las nueve y las diez de la mañana, cuando tocaban las campanas al alzar el Santísimo Sacramento: que parece fue pronóstico de la devoción que esta santa Reina había de tener a este soberano misterio.” Así describió Diego de Guzmán el nacimiento de su reina en su extensa biografía sobre Margarita. Una descripción que nos da cuenta de una de las principales características de la que sería reina de España, su profunda devoción.
Hija de los archiduques Carlos II de Estiria y María Ana de Baviera, Margarita pasó una infancia feliz en Graz donde recibió una amplia educación y desarrolló una profunda devoción católica gracias a su propia madre. “Mientras más crecía, crecían en ella las muestras de virtudes y de inclinaciones santas”, nos sigue contando Guzmán quien, describe cómo en su infancia, “era grande su inclinación a cosas de devoción, a rezar, a oír misas, sermones, pláticas espirituales, con atención y devoción”.
Felipe II se fijó pronto en ella para que se convirtiera en la esposa de su hijo y heredero, el príncipe Felipe. El 13 de noviembre de 1598, dos meses después de la muerte del Rey Prudente, Margarita llegaba a Ferrara acompañada de su madre. Allí se celebró la boda por poderes, oficiada por el Papa Clemente VIII, honor que no recibían todos los monarcas de Europa. A pesar de haber sido un matrimonio concertado, Margarita y el nuevo rey, Felipe III congeniaron desde el primer momento. La pareja llegó a tener ocho hijos, entre ellos, el heredero y futuro Felipe IV.
Margarita empezó su nueva vida como reina consorte de España sin ser ajena a los asuntos de gobierno. No tardó en darse cuenta del excesivo poder que tenía en palacio Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma. La reina no se amedrentó ante el valido del rey, al que tenía sometido a su voluntad. Durante años trabajó sin descanso para ganarse la confianza de su marido e intentar alejarlo de Lerma. Margarita buscó aliados en palacio y consiguió destapar un entramado de corrupción en el que cayeron varios consejeros reales. El duque aún sobrevivió unos años, pero nunca pudo mermar la determinación de una reina a la que creía una pieza fácil de eliminar.
Además de preocuparse por los asuntos de estado, Margarita nunca se olvidó de su devoción. “Su mayor placer y entretenimiento – explica Guzmán – era la oración; sus juegos las limosnas; sus danzas, las peregrinaciones y lugares santos; sus convites, ayunos; sus músicas, suspiros; sus delicias, obras de misericordia; sus atavíos y galas, los de la castidad.”
Tal era su fervor religioso que lo sentía con arrebatada intensidad: “Confesábase y comulgaba cada ocho días; y esta santa costumbre comenzó desde muy niña y la conservó hasta su muerte. Y la noche antes de su confesión, que era la del viernes, escribía sus pecados con muchas lágrimas; y con las mismas se confesaba y comulgaba; y cuando se aparejaba para estos Sacramentos, la oían sus criados gemir y llorar. Y diciendo una persona que tenía envidia de sus lágrimas, respondió que le había hecho Dios Nuestro Señor particular merced en la facilidad con que lloraba sus pecados”.
Margarita recibió el cariño de su patria de adopción en la que realizó obras de caridad e impulsó la creación de distintas instituciones monásticas. La más importante fue la fundación del Monasterio de la Encarnación. Situado en pleno corazón de Madrid, se erigió justo al lado del Alcázar desde el que se mandó construir un pasadizo desde el que la reina pudiera acudir a rezar siempre que quisiera.
La llegada de su último hijo, el infante Alfonso, dejó a Margarita debilitada. Pocos días después, el 3 de octubre de 1611, fallecía. Tal había sido su poder en la corte que corrieron rumores de que había sido envenenada por aquellos a los que se había enfrentado. Lo más probable es que fueran fiebres puerperales las que terminaron con la vida de esta reina católica que no se quedó relegada en un rincón de palacio.