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Si uno busca «Lagunas, Perú», en Google Maps, encuentra lo que parece ser un pueblo cualquiera a orillas de un río. Pero si se retrocede el zoom para verlo de lejos, se descubre la inmensidad verde del Amazonas rodeando por completo este municipio del vicariato de Yurimaguas al que solo es posible llegar en lancha o avioneta.
Allí, escondido en la selva y sin casi presencia del Estado peruano, se encuentra el que ha sido el hogar de Marina y Jaime durante los 12 años que este matrimonio de Madrid ha pasado en Lagunas como misioneros laicos corazonistas. Más de una década en la que han nacido sus 5 hijos, y que han invertido para instalar en la región una red de internados para niños de distintas tribus indígenas que se ha convertido en el referente para toda la región del Alto Amazonas.
Misioneros 24/7… y en familia
A priori su labor misionera ha sido semejante a la de los miles de laicos, religiosas y sacerdotes que atienden a las poblaciones de la Amazonía: han abierto centros de Formación Profesional; han servido a diario cientos de desayunos y comidas; se han ocupado de la formación y acompañamiento pastoral de los líderes locales; y mientras Jaime trabajaba en el colegio misionero local, Mariana atendía el internado que permite continuar los estudios de Secundaria a los adolescentes. «Porque allí primero llega la Iglesia a ocuparse de la salud y la educación, y después llega el Estado», explica.
Sin embargo, lo que hace tan especial la misión de Jaime y Netis (que así llaman cariñosamente a Marina), es que su anuncio del Evangelio y su vivencia de la caridad la han llevado a cabo junto a sus hijos. Como relata Jaime, «lo que el Señor nos puso en el corazón al llevarnos a Lagunas era ser misioneros 24 horas al día, 7 días de la semana…, y con toda nuestra familia».
Sin luz, sin agua y sin prisas
Este ingeniero, que llegó a trabajar en Metro de Madrid antes de viajar a Perú, cuenta a Aleteia cómo «para nosotros, la vida allí era mucho más tranquila y sencilla; teníamos que caminar mucho para cualquier cosa, lo que te permitía pensar más; y en general nos ayudaba a descubrir mejor a Dios, porque la fe lo empapa todo».
Y, con toda naturalidad, señala que «como cualquier familia numerosa, nos tocaba hacer malabares. La diferencia es que en España, en cualquier lugar de Europa o en muchas ciudades de América, las familias tienen que hacer malabares con la logística y la falta de tiempo, y allí son de otro tipo: sacar agua del pozo para beber y asearnos porque no hay agua corriente; acoplar la vida al ritmo de la luz solar, porque no hay electricidad; o tener que levantarte a las 5 para llegar al mercado antes de las 7 de la mañana, para no quedarte sin víveres».
Sin perder la fe a pesar de todo
Eso sí, huye de todo romanticismo: «Lo más duro fueron los años en los que nuestros hijos eran bebés, porque la salud es algo mucho más complicado. Por ejemplo, con nuestra tercera hija lo pasamos muy mal, porque cogió un dengue muy fuerte siendo pequeñita, tuvimos que ingresarla en Lima y fue un momento muy difícil».
Transmitir la vocación misionera a los hijos tampoco ha sido sencillo. «Nuestros hijos iban al colegio conmigo y pasaban las tardes en el internado junto a su madre –apunta Jaime para Aleteia–. Ellos han crecido entre grandes amigos, pero según crecían se daban cuenta de que eran diferentes al resto de niños, y al volver de los pocos viajes que hacíamos a España, echaban mucho de menos a sus primos. Por eso, con mucho cariño hemos tenido que explicarles que Dios nos llamaba a estar allí, y ellos lo han entendido porque se daban cuenta de que éramos felices gracias a Él».
Y concluye: «Esta vivencia nos ha marcado como familia, y lo ha hecho para bien. El Señor te sostiene cuando quieres vivir difundiendo la fe y transmitiendo el amor de Dios».