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Benedicto XVI, la Navidad, los dinosaurios y el sentido de lo eterno del hombre

Benedict XVI

Giulio Napolitano / Shutterstock

Vidal Arranz - publicado el 07/01/23

El Papa recién fallecido nos dejó unas hermosas meditaciones sobre la Navidad en las que reivindica que el silencio es la puerta de entrada de Dios

Joseph Ratzinger fue un teólogo capaz de combinar lo culto con lo popular, lo racional con lo emocional y lo sensible. Al tiempo, se cuenta entre los pocos que logran abrir paso a lo complejo con un lenguaje comprensible. Y seguramente en pocos libros se perciba más esta capacidad que en ‘La bendición de la Navidad’, un conjunto de meditaciones publicadas en España por Herder en 2008 y que refunden dos pequeños trabajos previos.

En este breve ensayo, Ratzinger no deja sin tocar ninguno de los elementos de la celebración que acaba de concluir, desde el belén al árbol de Navidad, la importancia de los dulces, el papel del asno y el buey, o el sentido de la estrella. Pero todo conduce al fin al lector a una invitación a abrirse a Dios, el único capaz de saciar el hambre que aqueja al alma humana.

“El apremio más profundo del hombre de hoy no proviene de la crisis de nuestras reservas materiales, sino de que se nos tapian las ventanas que miran a Dios y de que, de ese modo, nos vemos en el peligro de perder el aire que respira el corazón, de perder el núcleo de la libertad y de la dignidad humanas”, explica.

Ratzinger no duda en utilizar el símil de la extinción de los dinosaurios para plantear la reflexión de que quizás nosotros, los humanos, corremos el mismo peligro si no corregimos el rumbo.

“De los dinosaurios se afirma que se extinguieron porque se habían desarrollado erróneamente: mucho caparazón y poco cerebro, muchos músculos y poca inteligencia”, recuerda.

¿No estaremos también nosotros desarrollándonos de forma errónea, mucha técnica, pero poca alma? ¿Un grueso caparazón de capacidades materiales, pero un corazón que se ha vuelto vacío? ¿La pérdida de la capacidad de percibir en nosotros la voz de Dios, de conocer y reconocer lo bueno, lo bello y verdadero?”.

El que fuera Papa Benedicto XVI no duda en apuntar dos caminos posibles para acceder a Dios: el silencio y la enfermedad.

Respecto del silencio, Ratzinger recuerda la historia de Santa Isabel de Hungría, quien, en su lecho de muerte, quiso recordar con los suyos las verdades de la fe. Y les pidió que guardaran completo silencio ante el nacimiento del Niño.

“Eso podría aparecer a simple vista casi como un juego: el pequeño quiere dormir y no hay que molestarlo. Pero ese aparente juego es, en realidad, expresión de un respeto que es lo único que abre el camino hacia el misterio”.

“La Navidad nos llama a entrar en ese silencio de Dios, y su misterio permanece oculto a tantas personas porque no pueden encontrar el silencio en el que actúa Dios. ¿Cómo encontraremos ese silencio? El mero callar no lo crea”, explica.

Pero Joseph Ratzinger nos da algunas pistas: “Hacer silencio significa encontrar un nuevo orden interior”. Y añade: “Silencio significa desarrollar los sentidos interiores, el sentido de la conciencia, el sentido de lo eterno en nosotros, la capacidad de escucha frente a Dios”. 

Anteriormente, en el capítulo dedicado al Adviento, el teólogo explica que la enfermedad es como esa grieta en el muro que permite que entre la luz de Dios.

“La enfermedad y el sufrimiento pueden ser, al igual que una gran alegría, algo así como un adviento muy personal, una visita de Dios que entra en mi vida y quiere acercárseme”.

Y añade: “Aún cuando nos resulte difícil, deberíamos intentar comprender los días de enfermedad de la siguiente manera: el Señor ha interrumpido por un tiempo mi actividad a fin de conducirme a la quietud”.

La enfermedad nos saca de nuestras rutinas cotidianas, en las que, a menudo, estamos atrapados por la profesión, la sociedad y la búsqueda de diversión, lo que nos va “asilvestrando” también en el interior.

“Pero, ahora, Dios me ha sacado de ahí. Tengo que estarme quieto. Tengo que esperar. Tengo que tomar conciencia de mí mismo, soportar la soledad. Tengo que sobrellevar el dolor, aceptarme a mí mismo. Y todo eso es difícil. Pero, ¿no será que Dios realmente me espera en esa quietud?”, explica.

En su meditación, nos recuerda también que, si creemos realmente en la presencia de Dios en nuestras vidas, todos los acontecimientos, incluso los negativos, se ven de otro modo.

“Si él existe, no hay tiempo carente o vacío de sentido. Entonces, cada momento es, en sí mismo, valioso, aun cuando yo no pueda hacer otra cosa que soportar calladamente mi enfermedad. Si él existe, queda siempre algo por esperar allí donde otros no pueden darme esperanza alguna”, asegura. 

“Entonces, la vejez y la condición de jubilado no son el último escalón de la vida, desde el cual sólo se puede mirar hacia atrás. Entonces viene siempre algo más grande, y justamente el tiempo de la inutilidad exterior puede tornarse en una forma suprema de maduración”. 

Estas reflexiones nos pueden dar una idea del ánimo y el talante con el que el Papa emérito afrontó su propia retirada, y su último periodo vital, aquejado de achaques y dolores. 

Y quizás nos ayuden también a entender el valor de su silencio, que el Papa Francisco ensalzó diciendo: “el silencio de Benedicto XVI sostiene a la Iglesia”.    

En su análisis de los elementos centrales de la celebración, Ratzinger nos descubre dimensiones nuevas de lo ya conocido. Así, explica el sentido de los árboles de Navidad apelando al salmo 96: “Que dancen de gozo los árboles del bosque, delante del Señor que hace su entrada”.

“Los adornados árboles del tiempo de Navidad no son más que el intento de hacer que esa frase se convierta en una realidad visible”, explica.

De igual modo, la repostería de estas fechas encuentra sus raíces en la frase del Antiguo Testamento que reza: “Aquel día (el de la llegada de Cristo), los monjes destilarán dulzura y las colinas manarán leche y miel”.

“Si Dios viene en la Navidad, reparte, por decirlo así, la miel”, explica Ratzinger. De ahí que la repostería de miel “es un signo de esa paz, de la concordia y de la alegría”.

De este modo, además, la Navidad se convirtió en la fiesta de los regalos “en la que nosotros imitamos al Dios que se regala a sí mismo y que, con ello, nos ha dado nuevamente la vida”.

Esta alegría de la fiesta, reconoce el fallecido Papa emérito, puede ser difícil cuando nos vemos atormentados por situaciones que nos impulsan más bien a rebelarnos contra un Dios que se nos presenta como incomprensible.

“Pero el signo de esperanza representado en ese niño está puesto también, y precisamente, para los atribulados. Justamente por eso ha podido producir un eco tan puro que su poder de consuelo llega a tocar incluso el corazón de los incrédulos”.

Y es que “en el Niño Jesús se manifiesta de la forma más patente la indefensión del amor de Dios: Dios viene sin armas porque no quiere conquistar desde lo exterior, sino ganar desde el interior, transformar desde dentro”. 

Y todo ello porque en la Navidad se hace realidad la afirmación de San Juan de que la palabra se hizo carne. La palabra, nos recuerda Benedicto XVI, puede interpretarse también como el sentido: el sentido se hizo carne. 

Por eso, en Navidad, “no celebramos el día del nacimiento de un gran hombre cualquiera, como los hay tantos. Tampoco celebramos simplemente el misterio de la infancia”, explica. 

Lo que celebramos es que el sentido ha aterrizado en el mundo y que “la verdad -la última, la verdadera- es hermosa. Y es buena. Encontrarla hace bueno al hombre. Ella nos habla desde el Niño, que es el propio Hijo de Dios”. 

Una verdad que nos resistimos a creer porque hemos sido educados en la desconfianza. “No queremos creer que la verdad sea hermosa. Según nuestra experiencia, la verdad es, a fin de cuentas, casi siempre cruel y sucia”. Y lo mismo ocurre con el arte y la literatura que ven como su misión “desenmascarar al hombre como un ser sucio y asqueroso”.

“El encuentro con la verdad ya no ennoblece, sino que denigra. De ahí la burla contra la Navidad, la ridiculización de nuestra alegría”, explica Joseph Ratzinger. “Y así es: si Dios no existe, no queda luz alguna, sino sólo la sucia tierra. En ello estriba la verdad realmente trágica de este tipo de poesía”.

Y, sin embargo, “Él vino como niño para quebrar nuestra soberbia. Quizás hasta hubiéramos capitulado ante el poder, ante la sabiduría. Pero él no quiere nuestra capitulación, sino nuestro amor. Quiere liberarnos de nuestro orgullo y, de ese modo, hacernos verdaderamente libres”.

“Por eso, dejemos que la alegría de este día penetre en nuestra alma. No es una ilusión. Es la verdad”. 

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