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El individuo en su mundo roto

GABRIEL MARCEL

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Manuel Ballester - publicado el 29/10/22

La obra de teatro de Gabriel Marcel, al que algunos calificaron de "existencialista cristiano"

Quizá debamos a Nietzsche la intuición de que la interpretación lo es todo. El hombre feliz y el desdichado pueden vivir en el mismo mundo pero cada uno de ellos lo experimenta, lo interpreta, de modo que su vida queda coloreada según su modo de ver el mundo y la vida.

Poco antes de Nietzsche, la primera de las Elegías de Duino había señalado que en el mundo interpretado (in der gedeuteten Welt) no nos sentimos en casa, no nos sentimos seguros. Y Rilke pregunta ahí quién podrá ampararnos. Porque, al parecer, necesitamos ayuda.

El mundo roto (Le monde cassé, 1933) es una obra de teatro que nos introduce de un modo particularmente sugerente en esta peculiaridad tan humana de usar los hechos del mundo y de nuestra vida para construirnos un mundo acogedor y una vida dichosa. O todo lo contrario.

Su autor, Gabriel Marcel (1889-1973), no es un pensador sistemático. En El existencialismo es un humanismo Sartre lo calificó como “existencialista cristiano”, etiqueta que Marcel rechazó e indicó que, puestos a calificar su pensamiento, quizá sea preferible hablar de “socratismo cristiano”. Sea como fuere, el pensamiento de Marcel se expresa tanto en ensayos como en obras de teatro, como es el caso de la que comentamos.

Chistiane es el personaje central y no tiene un nombre trivial sino uno que, al decir de quienes la conocen, le “viene tan bien como anillo al dedo”.

En un ambiente social que tiene normalizados ciertos hábitos (ser o tener un amante, por ejemplo), Christiane es manifiestamente fiel a su marido a pesar de estar rodeada de una corte de admiradores.

Christiane no sucumbe a los encantos, que los hay, de ese ambiente. Su comportamiento es, por eso, percibido como algo molesto. Así lo ve su amiga Denise: “Siempre tienes la pasión por quitarnos el placer de vivir….”.

Y es que, aunque quizá no sea esa su intención, Christiane ve que todos están como narcotizados, todos asumen la interpretación del mundo como si ese fuera el único mundo posible, el mundo real. Todos, en suma, se someten y desempeñan la función que la sociedad espera de ellos (esa sociedad espera, por ejemplo, que una dama “bien” tenga un amante). Pero, a cambio, “toda esta gente padece de una hiperadaptación” y viven en casas que “huelen a cuero y a aburrimiento”.

Christiane sabe que el mundo en el que vive está mal. Ella lo califica repetidas veces como roto (cassé). A su marido, por ejemplo: «¿No tienes la impresión a veces de que vivimos, si esto se puede llamar vida, en un mundo roto? Sí, roto como un reloj. El resorte no funciona. Por el aspecto exterior se diría que nada ha cambiado, todas las cosas están en su lugar […] El mundo, eso que llamamos el mundo, el universo de los hombres, hace tiempo yo creo que tenía un corazón. Pero tal parece que ha dejado de latir».

Así interpreta el mundo. Está roto, estropeado y sin corazón. Como el beso funcional, frío y protocolario con el que la besa su marido.

Siente rechazo. No le gusta el mundo. No le gusta su vida. No se adapta y vive con disgusto, con tristeza.

Se queda ahí, sabiendo que esa vida no es lo mejor que puede alcanzar. Su marido le sugiere una posibilidad que ella no es capaz de realizar: «Si tu vida no te agrada, creo que nada te impide modificarla». Y, de otro modo, le dice lo mismo su amigo Henri: su desasosiego «es la consecuencia del género de vida que usted misma ha elegido […] Creo que es usted la responsable principal».

Ocurre que, no siendo enteramente inconsciente y superficial, ve la vanidad de la hiperadaptación, de la sumisión de la vida propia a las funciones que la sociedad ha diseñado y espera de nosotros. Pero, al mismo tiempo, no es capaz de un enfoque creativo, profundo, que impulse la vida hacia su mejor posibilidad.

Ocurre que «le produce placer ir bordeando los pequeños precipicios, por supuesto no muy peligrosos, pero donde sería irritante dejarse caer»: no cae en el abismo de los usos sociales pero tampoco mira el abismo de su riqueza interior. Nietzsche o Kierkegaard no son los únicos que hablan del abismo que mira al abismo.

Hay, no obstante, un progreso en el personaje. Al comienzo de la obra Christiane muestra un planteamiento individualista: «todos estamos en nuestro rincón, atendiendo a nuestro pequeño negocio, atentos también a nuestros pequeños intereses». Es una interpretación individualista que se contradice con sus anhelos: echa de menos el afecto (le desagrada el beso frío y monótono de su marido), necesita sentir que su marido confía en ella…

Es decir, no entiende su vida, no la acepta o, por decirlo con sus propias palabras: «Creo que lo que nos ocurre es que le tenemos mucho miedo a la verdad. Tú [Laurent] temes conocerla, entrar en su interior, y yo tengo miedo a decirla. Quizá porque decirla es escucharla, es oírla». La verdad sobre su vida, sobre el mundo. La verdad es que no somos individuos aislados. Necesitamos sentirnos acogidos, valorados y, en último término, radicalmente amados. Es decir, no es verdad que seamos concebibles como individuos que cada uno busca sus intereses desde un rincón.

Al final llega a la visión de que la vida humana es siempre vida de relación. No hay individuos sino personas y, radicalmente: «No estamos solos, nadie está solo… hay una comunión de pecadores, hay una comunión de santos».

Desde el principio Christiane ha dicho que el mundo está roto. Según avanza la trama va ganando en claridad y entonces dice: «Mi mundo es un mundo roto». No es el mundo lo que está roto, es mi mundo, mi interpretación, mi actitud, lo que me hace verlo distorsionado y, por tanto, me hace vivir de un modo que me produce rechazo.

Pero eso no es necesario. Podemos construir nuestra vida en plenitud, una plenitud esforzada y gozosa.

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