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«Nunca me abandones»: Cuando se quiere todo

KAZUO ISHIGURO

@KazuoIshiguro

Manuel Ballester - publicado el 05/08/22

Una reflexión sobre la obra del famoso escritor Ishiguro, por el filósofo y crítico literario Manuel Ballester. Hailsham es un mundo aparentemente perfecto donde las personas no tienen vínculos... Pero ¿se puede ser feliz sin ellos?

Vivimos en la idea de que nuestro mundo es mejor que el de nuestros abuelos. El progreso en el ámbito científico, con especial referencia a la salud, es espectacular. Ya anciana, un personaje del premio Nobel Kazuo Ishiguro lo recuerda como «un mundo nuevo que se avecinaba velozmente. Más científico, más eficiente. Sí. Con curas para las antiguas enfermedades. Muy bien».

Ishiguro (Nagasaki, 1954) lleva a cabo un acercamiento original a este mundo en el que viven sus personajes y sus lectores (si es que, al final, la literatura y la vida no son lo mismo) en la novela Nunca me abandones (Never let me go, 2005).

Esa existencia más científica, eficiente, con menos enfermedades, con una vida más larga y saludable esconde un lado oscuro, un precio que hay que pagar.

La novela está escrita desde la perspectiva de Kathy. Arranca así: «Mi nombre es Kathy H. Tengo treinta y un años y llevo más de once siendo cuidadora». Kathy nos traslada a los días de su infancia en Hailsham, una residencia-internado para niños geniales, creativos. Unos niños especiales en muchos sentidos. Los cuidadores y profesores tienen prestigio a los ojos de los alumnos; los van guiando en su progreso intelectual y los van preparando para la vida, para la vida fuera de Hailsham, para lo que la sociedad espera de ellos.

Un mundo «demasiado» feliz

Al hilo de la narración vamos descubriendo rasgos reveladores. En ningún momento nadie habla de padres, hermanos o familia. Desde muy pequeños tienen claro que «ninguno de nosotros podía tener hijos», como la gente normal. Sin padres ni hijos, sólo se tienen a sí mismos. En cierto sentido, es el ideal moderno del individuo sin lazos, sin vínculos, sin deudas ni responsabilidades.

No son hijos porque han sido producidos, fabricados. Y, como todo producto, se hace con una finalidad. Este mundo moderno es más científico, más eficiente, sí, pero también «más duro, más cruel». Estos niños especiales sólo tienen el valor de la funcionalidad: son donantes, irán entregando partes de su cuerpo para que otros (los normales) puedan vivir más tiempo.

Todos los cuidadores de Hailsham pretenden hacer más grata la vida a los niños. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Deben decir la verdad a los niños o deben dejarlos en la ignorancia?

El sexo y la muerte están tan presentes como el eufemismo. Ni una sola vez aparece la palabra muerte. El eufemismo cubre no sólo la muerte sino los distintos aspectos duros de la vida de estos chicos.

¿Para qué existimos?

Se les prepara para la vida. Se les enseña cómo son las relaciones sexuales, cómo se lleva a cabo el acto sexual. Se les dice que tienen que aprender que para la gente normal, el sexo es algo distinto a un juego placentero que cada uno practica cuando y con quien quiere: «en el mundo exterior llegaban a pelearse y a matar porque una determinada persona hubiera tenido sexo con otra. Y la razón de que el sexo significara tanto –mucho más, por ejemplo, que la danza o el tenis de mesa- estaba en que la gente del exterior era diferente a nosotros: a través del sexo, podían tener hijos. Por eso era tan importante para ellos la cuestión de quien lo hacía con quien».

En definitiva, el mundo es duro porque es meramente funcional y todo en el hombre clama por trascender la funcionalidad. El individuo puede jugar a tener relaciones sexuales o a crear obras de arte pero, al final, se trata de que haga aquello que se espera de él. Y nada más o, lo que es lo mismo, cualquier cosa que le entretenga siempre y cuando no entorpezca su función de donante; de ahí, por ejemplo, el horror que le inculcan a los niños al tabaco: un buen donante tiene que estar sano.

Necesidad de ser amado

El amor aparece, ligado al sexo, como una posible huida (realmente, sólo un “aplazamiento” del destino inexorable) a ese mundo cerrado, roto. Los personajes investigarán esa posibilidad de escapar de una vida sinespe nec metu, sin miedo ni esperanza, lúcida y resignada visión de una vida que «es una película de terror, y la mayoría de las veces la gente no quiere pensar en ello».

La literatura y la vida, al final, son lo mismo: los personajes y los lectores son gente, y prefieren no saber, apartan la mirada del destino al que les conduce una visión funcional, utilitaria, de la vida que se está imponiendo en este primer cuarto del tercer milenio.

Es cierto que hay aspectos utilitarios y funcionales en la vida. Pero no es menos cierto que en cada uno de nosotros late hondamente el anhelo de ser amado incondicionalmente, de ser querido siempre. El vigor del cuerpo está bien pero lo que anhelamos es saber que alguien no nos abandonará nunca. Pero eso no cabe en un mundo funcional. Hay ahí una tarea fascinante.

KAZUO ISHIGURO
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