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“Si Ustedes perdonan los pecados de alguien, esos pecados son perdonados”: estas son algunas de las palabras más hermosas e importantes de Jesús.
Experimentamos su poder cuando nos confesamos. Además, podemos experimentar la misericordia y la gracia de Dios con frecuencia.
Un padre le dio una vez este consejo a su hijo, justo después de su ordenación sacerdotal: “Ahora ya eres sacerdote; pero acuérdate de confesarte y de ir al barbero cada mes”.
¡La paz esté con ustedes!
Cuando Jesús se acerca a los discípulos en el Cenáculo, no les reprocha nada. No menciona su cobardía, el hecho de que le hayan dejado solo y que Pedro le haya negado.
Jesús trae la paz y el perdón. Sus manos y su corazón, traspasados por amor a nosotros, son nuestra salvación, fuente de vida y de misericordia.
Señor mío y Dios mío
Estas palabras de santo Tomás son una confesión de fe.
En algunos momentos de la Misa, cuando el sacerdote levanta la Hostia, podemos oír a la gente susurrar las palabras que santo Tomás pronunció en el Cenáculo: “Señor mío y Dios mío”.

El perdón de los pecados
Sólo Dios puede perdonar los pecados. Jesús delegó esta autoridad a los Apóstoles y a los sacerdotes. Y así sigue siendo hasta hoy. Jesús dijo a la Santa Hermana Faustina:
“Cuando te acercas a la confesión debes saber que Yo Mismo te espero en el confesionario, sólo que estoy oculto en el sacerdote, pero Yo Mismo actúo en tu alma. Aquí la miseria del alma se encuentra con el Dios de la misericordia”.
Domingo de la Divina Misericordia
Jesucristo mismo quiso que el Domingo de la Misericordia se instaurara en la Iglesia. Dijo a la Santa Hermana Faustina:
“Deseo que el primer domingo después de Pascua sea la Fiesta de la Misericordia. Ese día están abiertas las entrañas de Mi misericordia. Derramo todo un mar de gracias sobre las almas que se acercan al manantial de Mi misericordia”.
Santa Faustina, Diario, núm. 299 y 699