A menudo no sé si la intención con la que hago las cosas es la que manifiesto al hacerlas o hay una segunda intención escondida. No sé si hay un solo motivo o hay varios. Tampoco sé si mis motivaciones son las correctas. Me cuesta saber si el motivo siempre es el adecuado. No sé si lo hago bien, no sé si es lo correcto.
Tal vez no haya unas intenciones más correctas que otras. O tal vez sí. ¿Cómo se puede valorar la intención de un acto? ¿Es malo hacer algo movido por el deseo de servir por un lado y de ser amado y valorado al mismo tiempo? Tengo en mi alma un deseo constante de ser reconocido valorado. ¿Puedo negarlo?
Desde la cuna reía para hacer reír y hacía gestos con mi cara, brazos y piernas para llamar la atención de los que me querían. Después he seguido haciéndolo. Necesito calmar esa ansia del alma de darme y ser generoso. Y al mismo tiempo quiero satisfacer ese deseo profundo de ser amado, abrazado, reconocido, valorado.
Vivo movido por mis heridas más profundas, esas que alguien un día causó sin pretenderlo. Esas heridas que sufro casi desde niño, en mi subconsciente. Alguna mirada, algún desprecio, algún desplante, dejó mi alma rota.
Desde entonces voy corriendo por los campos de mi vida pretendiendo ser amado, deseado, buscado. Soy como un niño abandonado que intenta regresar a su hogar perdido en medio de bosques, buscando el rumbo.
Entonces, ¿quién soy yo para juzgar las intenciones de los demás cuando hacen el bien? Simplemente lo hacen, aman, se preocupan por otros, acompañan la vida de los necesitados. Solo eso basta para amar a otros. Solo eso es lo que quiero valorar.
Actúan con bondad movidos por el deseo de amar, de ayudar a los que lo necesitan, de servir a los que se lo piden. ¿No es bastante? A veces, quizás por envidia, o por recelo, guardo mis sospechas y juzgo. Pienso que hay segundas intenciones y un afán de protagonismo. Me pierdo en juicios y condenas de actos llenos de bondad.
¿Soy yo más que Dios para juzgar al hombre? ¿Por qué no me alegro simplemente por el bien que hacen los demás?Envidias, celos. ¡Qué pena que mis palabras enturbien la obra bien hecha!
No me quiero dedicar a juzgar las intenciones. Ni las propias, ni las ajenas. No hay intenciones puras. Miro mi propio corazón. Digo hacer el bien por amor a otros, amándome a mí mismo en todo lo que hago.
Pretendo servir con mi vida entera, con mi tiempo, con mi alma y espero cansado el reconocimiento de todos mis actos. Me apeno ante la indiferencia del mundo, me indigno cuando recibo críticas. ¿Y mis intenciones son totalmente puras y generosas? No lo son. Se mezclan.
A veces le doy demasiada importancia al eco de todas mis obras. Me incomoda el silencio que provocan mis gestos de amor. Puede ser que esté valorando lo que no es importante.
Como decía Sor Verónica fundadora de Iesu Comunio: “Lo que no tiene valor al final de nuestra vida no lo tiene ahora”. Al final de mi vida veré que lo importante son pocas cosas.
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Y entre esas pocas cosas no cuenta la opinión de los que no me aman. No pensaré en los juicios de aquellos que no amo. No me importará la condena de mis obras ni el desprecio de todo lo que he hecho por los demás.
Guardaré entre mis dedos las pocas cosas importantes que sí cuentan. El amor recibido. El amor entregado a corazones concretos. Mis renuncias, mis sueños.
Guardaré como un tesoro el tiempo invertido en lo importante. No me olvidaré del olor del mar, de la nostalgia de mis sueños, de la dulzura de los abrazos.
Guardaré la paz de las noches tranquilas y la música cálida de los días de sol. Recogeré las noches rotas al nacer el día como un vestigio del amor recibido.
Conservaré sólo algunas palabras realmente importantes que proyectan una sombra inmensa sobre mi vida, una sombra protectora. No olvidaré aquellas decisiones relevantes que cambiaron mi rumbo para siempre.
Sostendré en vilo esos silencios compartidos y esas risas vertidas en tardes de ensueño.
Y me grabaré en el pecho como una consigna la confianza dada y recibida. Ese tesoro extraño y sagrado al mismo tiempo que me hace seguir amando con más fuerza.