Aprender a servir supone aprender a renunciar a mis planes. A mis deseos, a mis caprichos y todo por amor al otro. Todo servicio implica renuncia porque supone servir la vida ajena y no pensar sólo en la propia.
Tiene este tiempo algo de Nazaret. Tal vez no pueda hacer muchas cosas. Sólo quedarme en casa y cuidar a los míos. Suena egoísta. Pero no lo es.
Es un tiempo en el que puedo crecer en profundidad y hondura. Es una oportunidad para cambiar mis categorías. Puedo llegar a ser mejor que antes.
El otro día escuchaba: “Es necesario aprender a perder para ganar”.
Derrotas que enseñan
No me gusta mucho perder. Aprendí de pequeño a ganar. Me dijeron que era lo mejor. Yo lo viví así.
Sé que el que gana sufre menos. El que pierde es humillado. Sentía que si perdía en algo fracasaba. El problema era mío, o de este mundo que me enseña a ser competitivo desde niño.
Entendía la derrota como quedar por debajo de alguien que triunfaba. En los deportes, en los juegos, en los estudios, en la vida.
Con el tiempo comprendí que aprendía más de las derrotas que de las victorias. Cada vez que salía derrotado podía mirar mi vida y sonreír. No era tan terrible.
La vida da nuevas oportunidades siempre. No era un fracasado por haber perdido una o más veces. Siempre podía empezar de nuevo desde cero. Podía volver a luchar sin perder la esperanza.
Hicieron más fuerte mi carácter las derrotas que las victorias. Me educaron más en mi espíritu de lucha. No era todo fácil, no siempre iba a ganar.
Pérdidas que marcan
Con el paso del tiempo fui ampliando el significado de perder. Podía perder amigos, podía perder vínculos, personas amadas, lugares amados.
La pérdida con los años pasó a formar parte de mi repertorio de verdades profundas. No hay crecimiento sin pérdida. No hay ganancia sin haber perdido antes.
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