“¿Está vivo o muerto?”. Una pregunta importante, ¿verdad? ¿Cómo confirmar si alguien está vivo o muerto? Hay signos bien determinados. Quizás quieras comprobar si respira, si tiene pulso, si escuchas algún latido del corazón.
Hasta el momento, hablamos de vida o muerte física, pero ¿qué hay de la vida o muerte espiritual? Para ser más específicos:
Si estuvieras muerto espiritualmente, ¿cómo lo sabrías?
Podríamos tener en cuenta cuatro signos de que uno está espiritualmente muerto. Por lo general se presentan juntos y no de forma aislada.
Primer signo:
No hay esfuerzo. ¿Qué quiero decir con esto? Que hay una resignación apática hacia el statu quo y ninguna aspiración por un futuro mejor. En otras palabras: “Mis defectos son permanentes; así soy yo. Las virtudes me resultan imposibles; no soy ese tipo de persona”. La ausencia de esfuerzo conlleva una semejanza de parentesco con el pecado mortal de la pereza (acedía), ¿no es cierto?
Segundo signo:
No hay compasión. ¿Qué quiero decir con esto? Un corazón frío y duro ante la presencia del pecado y el sufrimiento. Sin compasión, en presencia del pecado no hay indignación por los derechos y la dignidad de Dios; no hay aflicción por la pérdida de un alma humana. En la presencia de sufrimiento, no hay empatía por los afligidos, mucho menos hay acción en nombre de aquellos que sufren. Simplemente, hay una falta de movimiento en el cuerpo, la mente y el corazón.
Reflexionemos sobre la evocadora observación de san Agustín: “La Esperanza tiene dos hermosos hijos: la Ira y el Valor. La Ira para indignarse por la realidad y el Valor para enfrentar esa realidad e intentar cambiarla”. Podemos concluir que la ausencia de compasión evidencia una ausencia de esperanza.
Tercer signo:
No hay aprendizaje. ¿Qué quiero decir con esto? Una negativa a recibir enseñanzas sobre la santidad de Dios o sobre el pecado. Cuando estamos enamorados, con frecuencia le pedimos a la persona amada: “Cuéntame más”. ¿Qué persona cuerda no diría “¡Cuéntame más!” cuando Jesús dice: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”? (Juan 14,6).
La ausencia de aprendizaje indica una falta de humildad, es decir, una falta de disposición a escuchar la verdad sobre Dios y la verdad sobre nosotros mismos.
Cuarto signo:
No hay arrepentimiento. Casi cualquier párroco confirmaría lo que casi todos nosotros hemos visto: las colas para recibir la Sagrada Comunión son mucho más largas que las colas para ir a Confesión. ¿Qué inferiría de eso cualquier persona razonable? Desde luego, no que el pecado ha sido derrotado en esta vida…
No hay arrepentimiento en las personas que pecan sin dudar, sin remordimientos y sin vergüenza. Una cultura que valora la autoestima más que la contrición es poco probable que produzca muchos grandes santos y santas. Como un alma, una cultura sin arrepentimiento no trae buen fruto ni futuro.
Tras escribir estas palabras, sé que existe la tentación de pensar en cómo se podrían aplicar a otras personas estos cuatro signos de muerte espiritual. Quizás nos tiente hacer una lista de los signos que podrían aplicarse a cualquiera de nuestros conocidos.
¡Resistamos esa tentación! En vez de eso, miremos de nuevo la lista e imitemos la angustiosa pregunta de los Apóstoles en la Última Cena: “¿Seré yo, Señor?” (Mateo 26,22).
Si estos signos pueden aplicarse a ti, es momento de que hagas un examen de conciencia, planifiques una reforma vital y luego vayas a confesarte lo antes posible, mejor si es antes de Pascua.
(Pista útil: a no ser que tu concepción fuera inmaculada, entonces eres de los caídos y podrían aplicarse a ti —y a mí también— alguno o varios de estos signos en un momento u otro).
Pidamos en oración a Nuestro Señor que nos revele dónde han arraigado estas malas hierbas en el huerto de nuestra alma. Pidamos ayuda divina para arrancar de raíz estas malas hierbas y reemplazarlas por las virtudes que se les oponen.
Compartamos con un confidente de confianza (un director espiritual, un esposo/a o alguna persona con madurez espiritual) nuestros planes confirmados en oración para enmendar nuestra vida.
Compartamos con ellos unos objetivos identificables y medibles para que, desde la caridad, puedan rendirnos cuentas en la reforma que todos debemos emprender.
Una última reflexión: si nos negamos a admitir que la muerte espiritual ya nos ha corroído, si nos negamos con empecinamiento a admitir que necesitamos confesarnos, arrepentirnos y reformarnos, entonces estaremos dándole la espalda a las gracias de la Cuaresma y las bendiciones de la Pascua. ¡Es como si Lázaro se negara a levantarse de la tumba porque requiere demasiado esfuerzo! Dios nos libre de un escándalo así…
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