Algunas personas sufren el dolor, la enfermedad o la muerte de un familiar con una paz que llama la atención.
En ocasiones, esta serenidad frente a la muerte es confundida con frialdad. Se me ocurre que aquel que sufre una pérdida probablemente ya se quedó sin lágrimas.
Pero hay otras personas que definitivamente llevan en sí mismas una paz que se distingue, y que, a pesar de estar rotas por el dolor físico o emocional, parece que llevaran un espíritu de piedra.
Esta cualidad de las personas que describo, no es algo que sea propio, es más bien fruto de la oración. La fe y la esperanza de saber que todo está ahora en manos de Dios.
Que nuestros seres queridos que partieron gozan ahora de Su presencia y que cualquier otro problema se atraviesa de Su mano.
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¿Quién sonríe así en el momento de su muerte?
Recuerdo que teniendo apenas dos años fuimos de viaje con mi familia. Visitábamos un parque al cual se llegaba en tren y se partía terminando la visita.
Cuando el tren empezaba a anunciar su partida, me di cuenta de que no tenía a ninguno de mis familiares alrededor, sentí pavor.
Tenía la convicción de que no vería más a mi familia y estaba metida en la pesadilla más atroz de la cual jamás despertaría.
Giraba sobre mí misma abriendo y cerrando los ojos para que las lágrimas corrieran y me dejaran ver con mayor claridad un rostro conocido.
No encontraba a nadie en aquella multitud que se apresuraba para subir al tren. Estaba sola, estaba desesperada. Nadie se detenía para ayudarme.
De pronto, entre la gente reconozco a mi padre que viene corriendo hacia mí, me levanta en sus brazos y corre hacia el tren. No recuerdo nada más.
Esta experiencia me hace pensar mucho en cómo nos sentimos cuando atravesamos preocupaciones, dolores, circunstancias críticas y hasta extremas.
Tenemos el corazón y la mente dividida. Buscamos desesperadamente recursos que nos proporcionen soluciones, recordamos el pasado y tememos el futuro.
La angustia se apodera de toda nuestra existencia y terminamos extenuados porque no encontramos descanso previendo la catástrofe.
Aferrados a un último hilo de esperanza, recordamos lo más básico que en algún momento aprendimos: juntamos las manos y empezamos a orar.
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¿Cómo se ora?
La experiencia de muchos con la oración puede ser frustrante: por no saber cómo orar, por no conocer a Cristo, por tener una vida espiritual inmadura, por encontrarnos en pecado, y por otras muchas razones.
Sin embargo, fuera del sinfín de alcances que tiene una oración bien hecha, la oración tiene algo que no deja de asombrarme. La oración tiene la capacidad de anclarte y de recogerte.
A pesar del sufrimiento, tienes la convicción de que mientras ores, no quedarás a merced de tus emociones.
Estable y sereno, tienes la capacidad de ver y reflexionar con mayor claridad sobre lo que te acontece.
La oración sostenida y continua te abre las puertas y te muestra nuevos caminos, te transforma y finalmente te sana.
Esta es la razón por la que vemos estas personas que llevan sus crisis con mayor serenidad; son capaces incluso, de desprenderse del pasado y de afrontar el futuro incierto en las mismas condiciones.
Se saben sostenidas por las manos de Dios, este es ahora su centro, fuente de paz y de crecimiento.
No sé aún si sabría orar cuando tuve esa experiencia siendo tan niña; pero puedo ver que quizás la razón por la que no recuerdo nada más después de que mi padre me tomara en sus brazos, es que ya podía descansar tranquila. La calma y la seguridad habían sido devueltas a mi corazón.
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