La verdad me hace libre. La verdad de Jesús en mi vida. Él me ama como soy y ha dado su vida por mí sabiendo que soy pequeño. Conoce mi alma. Ha visto mi pobreza y no se escandaliza. Me mira mejor de lo que yo me miro.
Yo me avergüenzo de mi debilidad. Me escandalizo con mi pecado. Jesús se conmueve y me abraza. Ha visto mi verdad y se alegra.
Yo a veces veo sólo mi pecado y pierdo la paz y la alegría. Él no es así. Ve mi bajeza y me hace mirar a las alturas.
Ve lo que hay en mí y se alegra de ver cómo soy. Ve mi pureza donde yo sólo veo impureza. Ve mi virtud donde sólo veo pecado. Ve mi luz de ángel donde yo sólo veo oscuridad.
El padre José Kentenich, siendo niño, ve todo lo que hay en su alma y mira a las alturas: “¡Cielo estrellado, maravilloso espectáculo! El anhelo me impulsa hacia lo alto. Abandonando la noche de esta vida. Estrellas, estrellas, ¡cómo me gustaría elevarme con vosotras a las lejanías!”[1].
Sueña con la belleza eterna. El reino de Jesús es un reino de luz, de verdad. Vence la oscuridad del alma, la tristeza que me hunde. Despierta una alegría que me lleva a mirar las estrellas.
La verdad me hace libre. Jesús me ayuda a mirarme en mi verdad. A reconocer mi fragilidad. A aceptar con humildad lo que me duele y cuesta.
Me miro en mi verdad. Dejo de lado las mentiras que me hacen daño. Me encadenan. Me atan. La verdad saca lo mejor de mí.
En el reino de Jesús sólo puedo permanecer si soy yo mismo. Si no me escondo detrás de máscaras. Si no pretendo ser quien no soy.
[1] J. Kentenich, Los años ocultos, Dorothea M. Schlickmann