Aquel incidente de tránsito marcó mi vida. En un intercambio de palabras soeces, pasé a la violencia física sin importarme las familias que viajaban en ambos vehículos, y en un mal golpe causé lesiones que dañaron para siempre la vida de otra persona, la mía y la de ambas familias.
En realidad, había llegado a ese momento después de un historial de malas reacciones que creía superadas a fuerza de voluntad, pero no fue así. Ese mal día permití que la ira, que se construye sobre sí misma, se desbordase.
Recuperada la consciencia de lo sucedido y habiendo pedido perdón intentando compensar de alguna forma un daño irreparable, voy ahora por la vida cargando esa pesada y bien merecida cruz.
En ese entonces, después de una profunda depresión, regresé al punto cero para tratar de encontrar la autoestima que tan absurdamente había perdido, y, reconociendo mi falta de seguridad para no volver a caer en lo mismo, recurrí a ayuda especializada.
¡Y vaya descubrimiento, encontré en mi interior muy enquistada soberbia! Ese mal con el que todos nacemos y que jamás desaparece del todo. Que lo mismo alimenta el egoísmo, que puede ser el detonante de la ira como torrente de lava ardiendo que brota de nuestro volcán interior arrasándolo todo.
Seguí aplicando toda mi voluntad en cambiar, pero sin dejar de basar mi autoestima en la opinión ajena y en el logro de las cosas que me proponía. En lo voluble y cambiante, para seguir quedando en la vulnerabilidad.
Y aunque sin graves consecuencias, seguía perdiendo fácilmente la paz.
Eso me hizo pensar que lo que realmente necesitaba era una terapia, sí, pero del corazón. Para asentar en él de manera estable otra forma de autoestima que permitiera recogerme y encontrar en mi interior una profunda paz, recuperable sin mayores costos cada vez que sintiera perderla, pasara lo que pasara.
Una humilde autoestima
Reconocerlo fue allanar la mitad del problema, pues en la falsa autoestima, la voluntad, siendo muy importante, no es suficiente, ya que con ella solo se pueden contener las manifestaciones de nuestros sentimientos, emociones y apasionamientos, mientras que el cambio desde el fondo del mismo corazón logra que se integren al espíritu armónicamente para construir a la persona.
O en caso contrario, destruirla.
En un extremo, siempre estarán los recuerdos de lo que puedo ser capaz si olvido lo aprendido de mis malas experiencias; y en el otro, mi capacidad para renovar la lucha por amar más y mejor cada día con hábitos que me alejen de la vulnerabilidad.
La terapia consiste entonces en morir a mí mismo en todo lo malo que tengo, e incluso en los afanes y deseos nobles, si estos se convierten en un obstáculo para hacer felices a los demás, así como basar la autoestima en la humildad. En el mejor ejercicio de mi inteligencia, voluntad y libertad.
Ahora estoy pendiente de los demás, siendo feliz mientras construyo mi fortaleza para que los duros embates de la vida, que inevitablemente habrán de llegar, no pasen sobre sus muros.
No existe día sin pequeñas o grandes contrariedades que agitan mi interior: igual el difícil trance de la descompostura del auto en una intensa avenida, que un importante negocio fallido por la negligencia de quien menos lo esperábamos… la vida es así.
Y cuando siento barruntos de un vendaval interno, apelo a la humilde autoestima por la que reconozco que en las sumas y restas es mucho lo que tengo que agradecer y mucho por lo que tengo que pedir perdón. También lo que falta por superarme con la ayuda de los demás.
Estoy consciente de que el péndulo de la soberbia y la autocompasión es de un oscilar estéril y que solo sirve para empeorar las cosas, que lo correcto es hacer un esfuerzo por sacar provecho hasta de la adversidad, y no quedar condicionado por circunstancias que jamás he de poder controlar.
Quedándome con la utilidad de la experiencia.
Un buen navegante no solo echa la culpa a las condiciones meteorológicas si su velero se va a pique por una tormenta, sino que saca experiencia para sortear con más previsión y destreza los futuros temporales, y es con esa misma actitud que debemos afrontar los infortunios.
Si sentimos que nos hundimos porque alguien ha hablado mal de nosotros, tomamos nota para aprender a ser más independientes de la opinión ajena; si sufrimos una dura decepción de algún amigo, en lugar de lamentarnos, revisamos nuestras fuentes de autoestima, para que nuestra felicidad no dependa solo de la que proviene de la imperfecta condición humana.
En eso consiste la humilde autoestima.
Así la rectitud de nuestro corazón y nuestro sentido de responsabilidad será el filtro purificador de nuestra inteligencia y voluntad para mantener a raya la soberbia, el egoísmo y la fatídica cólera.