Este humilde gesto tuvo su origen en los tiempos de Jesús, a quien acudían los niños corriendo al instante que lo veían, y sus padres los llevaban a que le besaran las manos y les pusiera su Majestad sus manos sobre sus cabezas, pidiéndole su bendición. Después quedó por costumbre el besar las manos a los apóstoles, y ha seguido hasta hoy con sus sucesores, que son los sacerdotes.
Per manus autem apostolorum fiebant prodigia, et signa magna in populo (Por las manos de los apóstoles se hacían muchas señales y prodigios en el pueblo) [1].
Manos consagradas
Es costumbre que al final de una ordenación sacerdotal, los fieles se acerquen con los nuevos presbíteros y les besen las manos, porque acaban de ser consagradas.
Durante la consagración del aceite el Jueves Santo, se le vierte perfume. Con este perfume el Crisma tiene un nuevo olor, el buen olor de Cristo del que habla san Pablo. Así a lo que se le pone el Crisma (personas o altares) se identificará con Cristo, será de Él y para Él.
Las manos de un sacerdote han sido consagradas por el Crisma y además ellas administran el poder y la gracia de Dios en la Eucaristía, el perdón de los pecados y la impartición de los sacramentos. Por eso se besa la mano del hombre, porque esas manos están llenas del poder de Dios.
Sabia lección
El padre José Rodrigo López Cepeda, MSpS, cuenta que recién llegado a México se le encomendó la atención como vicario cooperador de una zona rural y visitaba 24 comunidades dedicadas a las labores del campo.
El primer año fue invitado por don Nicanor, un ranchero jalisciense, curtido por los años, de intensos ojos azules y piel blanca. Rebasaba ya los 60 años, pero su constitución física, acostumbrada al trabajo, era la de un hombre joven y fuerte. Se le respetaba en el rancho por su prudencia y su sabiduría empírica.
El padre José Rodrigo no ha podido olvidar la primera vez que se le acercó y le extendió su mano. “Yo lo saludé como a otro más, dándole la mía, pero hizo un gesto que traté de evitar”. Y es que don Nicanor hizo el intento de besarle la mano. Con fuerza quiso impedirlo. Quizá por venir de España, en donde toda forma de clericalismo se ha ido cambiando por la indiferencia e incluso el rechazo al sacerdote.
Pero sin pensarlo, Don Nicanor le sujetó fuertemente la mano, la llevo a sus labios y con el sombrero descubierto la besó. Luego me miró a los ojos y le dijo con cierta autoridad en su voz: “No lo beso a usted. Beso al Señor en sus manos consagradas”.
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Nota:
[1] El por qué de todas las ceremonias de la Iglesia, libro escrito por Don Antonio Lobera y Abio, 1846
Artículo publicado originalmente por Catholic.net