Me gusta la vida como es, llena de sorpresas. Me gusta el sol del otoño y las hojas que cambian de color antes de perder la vida. Me gusta ver a mi madre sonriendo. Diciendo hasta luego a alguien en mitad de la calle. Me gusta su sonrisa y su te quiero. Sus besos cuando acerco mi mejilla. Sus manos suaves.
Me gusta ver fotos antiguas. De esas que nos recuerdan lo que fuimos, lo que somos. Me gusta la mirada siendo niños, cuando aún conservábamos toda la inocencia. Me gusta ver cómo pasa el tiempo. Me alegra la vida. Me río con las cosas. Disfruto y sueño. Y toco con mis manos torpes la carne herida. Acaricio el cielo inmenso. Meto mi mano en el agua del mar.
Me gustan las cosas que se guardan en el fondo del alma para siempre. Las que tienen peso y nunca pasan. Las que sueño. Y espero. Y sé que la vida merece la pena. En el dolor y en la alegría. La vida de mi madre inmóvil. La vida de los niños que corren. Cuando conservamos la misma mirada pura que tuvimos entonces.
Abrazo a Jesús en mi vida y sueño con lo imposible. Y espero lo que no alcanzo con mis propias fuerzas. Me gusta la vida como es, llena de sorpresas. Me gusta ver a Jesús caminando por mis días. Sosteniendo mis pasos. Diciéndome que va conmigo. Siempre. Cada día.
Y sé que los milagros existen a mi alrededor. Aunque a veces no los vea. Se quedan ocultos en los pliegues del corazón. Escondidos detrás de una mirada. Tal vez me falta tener más fe. Por eso la pido. Y reconozco mi pequeñez para cambiar el mundo. En medio de tantos odios y discordias.
Me conmueve pensar en mi fragilidad. Me siento sostenido sobre el suave alambre que sujeta mi vida. Abandonado en las manos de un Padre que me llama cada día por mi nombre. Animado por ángeles que me muestran el camino. En memoria de Jesús.
Y pienso que mi vida es tan frágil como una hoja de otoño llevada por el viento. Pero sostenida en las manos de Dios aunque yo no las vea.
No temo tanto mi fragilidad como que mis oídos sordos no escuchen el te quiero que pronuncia Dios cada mañana. Sé bien cuánto me quiere y cuánto me ha querido. Por eso no temo que me deje de querer en medio de mi camino.
Tal vez temo que la dureza de los años me haga pensar que no soy capaz de recorrer la senda que me toca. Quiero tocar el cielo postrado en la tierra. ¿Cómo se hace? Levanto las manos torpemente por encima de mi cabeza.
Quiero dejarme llevar por las olas de un mar inmenso en el que existo. Quiero ver cómo el viento mueve mi barca y no temer que la barca no se mantenga a flote en el rumbo que Dios me marca. Quiero elegir vivir y no ser vivido. Vivir y no simplemente sobrevivir en medio de un mar embravecido.
El otro día leía el título de una charla: ¿Vives o sobrevives? Me llamó la atención. Entiendo que mi vida la sostiene Dios en medio de la noche. Por eso no temo.
Pero me da miedo ser vivido y por eso elijo vivir. Elijo actuar y no sólo responder a peticiones. Elijo amar y no sólo ser amado. Elijo dar la vida y no sólo recibir vida. Elijo dar de beber y no sólo beber. Salir al encuentro del que sufre y no sólo esperar a que venga herido.
Elijo tomar decisiones en medio de mi camino y no esperar a que el paso del tiempo las vaya tomando por mí. En la vorágine de la vida.
Pero me da miedo simplemente sobrevivir. Capear los días intensos, llenos de vida. A veces temo que es así. Saco la cabeza entre las olas para tomar aire. Con los brazos voy apartando días de mi vida como quien aparta cargas. Y no soy yo el que actúo sino que la vida misma parece tomar decisiones que yo no he pensado nunca.
Por eso elijo hoy detener mis pasos para contemplar mi vida. Elijo mirar a Jesús en medio del ruido y de las prisas. Y quiero rezar con las palabras de una persona: “Vienes a mi barca con pasos suaves sobre el agua. Y yo te miro y quiero caminar contigo hacia ti sobre las aguas. Quiero que me llames y me digas que puedo. Que soy capaz. Que lo consigo. Hago esfuerzos por oír tu voz en medio del viento y de las olas. Quiero contemplarte a ti que caminas sobre las aguas. Y no temer que el viento y las olas acaben con mis sueños. Quiero construir castillos que nadie logre tumbar con su fuerza. Quiero enderezar los caminos torcidos. Sanar las heridas. Abrazar las vidas rotas”.
Es mi pasión, vivir mi vida. Con fuerza. Con amor. Definitivamente, elijo vivir de verdad mi vida. Elijo amar hasta que me duela. Y nadar sin hundirme. Caminar sin detenerme. Elijo darlo todo hasta el último aliento. Entregarme y no simplemente ser vivido.
Les decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: “A Jesús no le gustan los recorridos a mitad, las puertas entreabiertas, las vidas de doble vía. ¿Cómo están las páginas del libro de cada uno de vosotros? ¿Se escriben cada día? ¿Están escritas sólo en parte? ¿Están en blanco? Se puede caer en la tentación de quedarse encerrado por miedo o comodidad, pero la dirección que dicta es única: de salida. El verdadero discípulo no se conforma con una vida mediocre, le gusta el riesgo y sale”.
Me da miedo que me pesen tanto las cargas que me falte tiempo para detener mis pasos y contemplar la vida hoy, como es, en presente. Detenerme y mirar lo que tengo delante. Sin que me pese el pasado. Sin que me abrume el futuro.
Ahí me habla Dios. En las luces y en las sombras. En los silencios densos de la vida. Como a Moisés detenido ante una zarza ardiendo. Como Elías ante la brisa suave de la montaña. Allí me habla Dios muy quedo, muy suave. Sin que yo casi me dé cuenta. Como un abrazo invisible que me sostiene en el alambre por el que va mi vida.
Y yo confío. Y me callo. Le oigo si me callo mientras miro todo lo que ha puesto ante mis ojos. Porque en ese presente inmóvil está Dios gritándome en el alma. Quiero tener fe para creer en su voz callada, en su rostro oculto, en su abrazo sigiloso. Para creer en su presencia que me sostiene.