“El sumo sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y su enseñanza. Jesús le contestó: «Yo he hablado abiertamente al mundo. He enseñado constantemente en los lugares donde los judíos se reúnen, tanto en las sinagogas como en el Templo, y no he enseñado nada en secreto. ¿Por qué me preguntas a mí? Interroga a los que escucharon lo que he dicho» Al oír esto, uno de los guardias que estaba allí le dio a Jesús una bofetada en la cara, diciendo: «¿Así contestas al sumo sacerdote?» Jesús le dijo: «Si he respondido mal, demuestra dónde está el mal. Pero si he hablado correctamente, ¿por qué me golpeas?»”(Jn 18, 20-23)
Así responde Jesús ante un juicio injusto: saliendo al encuentro. No puede entenderse la respuesta de Jesús como una provocación. Al contrario. Jesús se tomó en serio a sus interlocutores, incluso a aquellos que le tendieron trampas. No fue un incauto. Pero tampoco actuó jamás a la defensiva. No era un polemista. Su paso por esta vida, la que Él vivió, estuvo marcado por el propósito inquebrantable de hacer el bien y de devolver bien, por mal.
Si ser cristiano es encontrarse personalmente con Jesucristo en una relación de confianza amorosa que nos lleva a seguirle dejándonos hacer por el modo cómo Él vivió, no hay duda acerca del modo como estamos llamados a comportarnos.
Y no importan las circunstancias. No hay otro modo cristiano de relacionarse con el mundo en el que vivimos que no pase por el modo como Jesús vivió, y también murió.
A veces creemos que ante las contrariedades y los desafíos, pero mucho más ante las interpelaciones y las acusaciones, nuestro Dios nos exige coger la espada, aunque solo sea en sentido figurado. Lo hizo Pedro, en Getsemaní. Y ¿qué hizo Jesús? Le reprendió.
El estilo de vida y las enseñanzas de Jesús no fueron jamás un elemento de orden. No vino a justificar el mundo en el que vivió. Tampoco vino a condenarlo, sino a darle una Palabra, la del Padre. ¿No será así como nuestro Dios quiere ser testimoniado?
Me lo pregunto cada vez que escucho clamar con ardor a favor de la presencia pública de los católicos y la Iglesia en nuestra sociedad española. Y me lo pregunto, sobre todo, cuando el mundo, con razón o sin ella, nos desafía, a veces, hasta sonrojarnos.
Confieso que una de las cosas que más he aprendido del pontificado de Benedicto XVI es precisamente a rechazar los métodos y las actitudes defensivas. En eso, como en otras cosas, creo que él y Pablo VI comparten convicciones y actitudes.
Recuerdo perfectamente el Discurso de Benedicto XVI al Colegio de Escritores de La Civilità Cattolica, revista de la Compañía de Jesús, pronunciado en febrero de 2006. En ese discurso el Papa habló de fidelidad, de claridad y de defensa de las verdades de la fe cristiana, pero lo hizo subrayando una expresión que diez años después sigue resonando en mí. Era esta: “sin espíritu polémico”.
Cuando lo leí me recordó la mansedumbre, la claridad, la confianza y la prudencia a las que invitaba la primera encíclica del Papa Pablo VI, Ecclesiam Suam.
¿Qué pasaría si en lugar de condenar, saliéramos al encuentro? ¿Qué sucedería si en lugar de interpretar, preguntáramos antes? ¿Qué pasaría si en lugar de lanzar anatemas aprendiéramos el arte de la acogida?
Tender la mano y preguntar por qué no es debilidad. ¿Acaso nos atreveríamos a calificar de débil a Jesucristo, el Hijo de Dios, cuando le respondió al sumo sacerdote “por qué me golpeas”?
Confieso que estas cuestiones me golpean cada vez que creo descubrir que una parte de mi familia que es la Iglesia me pide que responda de manera envalentonada a provocaciones que a veces no son más que lamentos expresados con rabia, otras veces son reacciones viscerales a conductas incomprendidas, otras veces no pasan de rabietas infantiles y otras, sin embargo, son el modo de llamar la atención de una madre de la que se ha perdido el rastro.
Como sea, cuando eso sucede me acuerdo de Montini y de Ratzinger y me pregunto ¿quiere Dios que le defienda? Y, en caso de que así sea, ¿cómo quiere que le defienda? Y entonces me acuerdo de Jesús ante el sumo sacerdote y me pregunto ¿por qué me golpeas?