A veces damos la impresión de ser indestructibles, inaccesibles, imbatibles. ¡Qué duro es no mostrar fisuras! Es muy duro para el que sí tiene fisuras.
Y es que la vida siempre tiene fisuras. Es lo normal. Estamos hechos de barro seco y a veces la vida con su dolor y desamor rompe el barro que parecía tan firme y fuerte. Es curioso, tantas veces pintamos encima de las fisuras para que nadie pueda verlas.
Me gustaría vestirme de establo pobre. Me gustan los belenes imperfectos. Con la casa del establo medio rota asentada sobre el corcho que simula la roca. Me gustan los belenes con alguna oveja coja, con algún pastor sin brazo.
No importan las imperfecciones, son las heridas que va dejando la vida. Yo también tengo las mismas heridas. Un brazo roto, o una pierna cortada. Asumo que mis fisuras me asemejan al Belén de mi casa. Un Belén pobre e imperfecto, roto y descascarillado. Un Belén con el río algo deteriorado.
No me da miedo ser imperfecto. Decía el padre José Kentenich: “La debilidad conocida y reconocida del hijo se convierte en la omnipotencia del hijo y en la impotencia del Padre”[1].
Creo que la debilidad es parte de la vida. Jesús sigue sonriendo cuando me ve tan roto. Así lo hizo la primera vez ante hombres hoscos y duros que vinieron a adorarlo. Así lo hace hoy ante mí que vengo también herido, que soy hosco y me cuesta amar como Él me ama.
Y no sé arrodillarme bien, porque me cuesta hacerlo. Porque la humillación me resulta difícil y me puede el orgullo.
Pero tiemblo de emoción al ver la cueva. Me alegra esa mirada de María, y su sonrisa. Y callo ante la vida que pasa ante mis ojos. Por delante de un Belén que me habla de la vida.
Me gustan los belenes imperfectos. Pero muchas veces me atrae el brillo de la perfección. El orgullo me juega una mala pasada. Me gustaría mirar con misericordia mi debilidad. Mis heridas y mi cuerpo roto. Besar mi vida. Me gustaría ser más misericordioso con los heridos del camino.
El Papa Francisco les decía a los sacerdotes: “El sacerdote, por una parte, ha de subir al atalaya de la contemplación para entrar en el corazón de Dios y, por otra parte, ha de abajarse continuamente en el servicio, y lavar, curar y vendar las heridas de sus hermanos. Tantas heridas morales y espirituales, que los tienen postrados fuera del camino de la vida. Pidamos al Señor que nos dé unas espaldas como las suyas, fuertes para cargar en ellas a los que no tienen esperanza, a los que parecen estar perdidos, a aquellos que nadie dedica ni siquiera una mirada y, por favor, que nos libre del ‘escalafonismo’ en nuestra vida sacerdotal”.
Me gustaron sus palabras. Una espalda fuerte para cargar con los heridos del camino. Con los imperfectos. El cargador herido. El sanador herido. Que no busca cargos. Que sólo sirve. El que no busca ascender sino abajarse. El que no quiere distanciarse sino acercarse.
Es duro querer jubilarnos, dejar de trabajar tanto, para que no nos exija la vida con sus preocupaciones, para que el ejemplo de Jesús no quiera arrastrarme fuera de mi zona de confort. Estoy bien y no quiero que me molesten. Estoy bien en mi vida imperfecta como para tolerar otras vidas imperfectas.
Tal vez por eso me gustan más los belenes heridos, rotos, incompletos. Allí cualquiera puede entrar. No va a manchar nada, no va a romper nada. No es una casa perfecta en la que hay que cuidarlo todo. No. La casa de Jesús es una casa rota. Allí pueden entrar los heridos con sus heridas, los que sufren con sus sufrimientos.
[1] J. Kentenich, carta a su familia de Schoenstatt, 13 diciembre 1965