“¿Qué están haciendo? Cuéntenlo. Quiero saberlo”. No le contesté. “Estamos dibujando una catedral”, dijo el ciego. “Lo estamos haciendo él y yo. Aprieta fuerte”, me dijo a mí. “Eso es. Así va bien. Naturalmente. Ya lo tienes, muchacho. Lo sé. Creías que eras incapaz. Pero puedes, ¿verdad? Ahora sí que vas rápido. ¿Entiendes lo que quiero decir? Dentro de un momento vamos a tener aquí una verdadera obra maestra”.
El mundo está habitado por una ingente cantidad de personas como Job. Pero son muy pocos los que tienen el don de pasar sus desventuras en compañía del libro de Job. La lectura y la contemplación de esta obra maestra de la literatura de todos los tiempos es también una buena compañía espiritual y ética para aquellos que en esta vida tienen que vivir la misma experiencia que Job: una persona justa, íntegra y recta, a la que, en la plenitud de su felicidad, le sobreviene una gran desventura que no tiene explicación.
Los justos también pueden caer en desgracia. Hoy, como en tiempos de Job, los amigos, la sabiduría popular, la filosofía y la teología siguen buscando explicación a la desventura. Hoy todavía cuesta mucho pensar que un hombre o una mujer puedan llegar a la ruina sin tener ninguna culpa.
De la misma manera que necesitamos razones para explicar, comprender y aceptar el don, también necesitamos encontrar un porqué a la ruina que se abate sobre los seres humanos, una explicación que sacie nuestra sed de equilibrio y satisfaga nuestro sentido de la justicia. Nuestro sentido común no logra convivir con las desgracias sin motivo. Sin embargo el libro de Job, ese monumento de la ética y la religiosidad universal, nos dice que la desventura puede convivir con la rectitud, y que también los buenos y los justos pueden caer en el abismo más grande y profundo.
Así pues, la desventura de otros no nos dice nada acerca de su rectitud, como tampoco nos dice nada su riqueza. En estos tiempos en los que se da culto al mérito, Job nos recuerda que la verdadera vida es mucho más compleja y viva que nuestras meritocracias. Hoy, más que ayer, hay personas ricas sin ningún mérito, incluso con muchos deméritos, y personas empobrecidas que han caído en desventura siendo buenas.
Pero si la desventura golpea a justos e injustos, a buenos y malos, la gran tentación es pensar que el mundo está regido por la casualidad, por el ciego destino; negar que merezca la pena cultivar la virtud, puesto que es la fortuna la que gana la partida. Dios, Elohim, YHWH, el Señor de la Alianza, la voz buena de los patriarcas, de Moisés y de los restantes profetas, ¿es el mismo Dios de Job o es otro distinto? ¿O no hay Dios y estamos destinados a ser devorados por ídolos cada vez más sofisticados y hambrientos?
El libro de Job no es sólo un gran tratado de ética para salvarse en los tiempos de las grandes pruebas. Es también un texto que nos muestra otra cara del Dios de la Biblia: el que ataca a Moisés para matarle inmediatamente después de haber hablado con él en el Horeb (Éxodo 4), el que envía a un ángel a detener a Balaam (Números 22) o el adversario de Jacob-Israel en el vado nocturno del Yaboq (Génesis 32). Para poder atravesar el libro de Job, debemos sostener una lucha durante la noche. Sólo podremos decir que hemos cruzado el peligroso vado al rayar el alba, cuando el luchador nocturno nos deje una señal, enseñándonos una nueva dimensión de la vida.
Si queremos esperar que una voz verdadera nos llame un día por nuestro nombre, debemos leer el texto bíblico como si fuera la primera vez, porque sólo así se abre y nos sorprende. Lo hemos dicho muchas veces. Pero en el caso de Job este ejercicio espiritual y moral es indispensable y absoluto, para encontrarlo y amarlo. Debemos perder hijos, hijas, bienes y salud; debemos maldecir con él la vida sentados sobre un montón de estiércol y, sobre, todo no debemos contentarnos con explicaciones fáciles para volver rápidamente a bendecirla.
Por eso la lectura de Job es ardua y no son muchos los que la llevan a término. Job nos obliga a tomar en serio las contradicciones de la vida, la falta de respuesta, los silencios, y a intentar una paradoja: inscribir todo eso en el libro bueno de la vida. Si Job, sus gritos de dolor y sus maldiciones, son palabra de Dios, entonces no hay palabras humanas que por su naturaleza estén excluidas de la salvación.
Job ha ensanchado para nosotros el horizonte del ser humano amigo de Dios y de la vida, introduciendo en él a esa parte de la humanidad que sólo conoce el lenguaje del dolor y la desesperación, diciéndonos que también las palabras mudas pueden componer un diálogo verdadero entre el cielo y la tierra, tal vez el más verdadero de todos. “Ya no voy a la iglesia, desde que ha muerto mi nieta de cinco años. Estoy demasiado enfadado con Dios”, me dijo un día un amigo mío y un amigo de Job.
Job es un libro para la vida adulta. Para leerlo y amarlo hace falta haber probado al menos un poco la desgracia, ya sea en la propia existencia o en la de algún ser querido. Sólo quien consigue asomarse al misterio de la vida y mirarla con libertad absoluta, puede esperar penetrar algo del mensaje de Job. Pero hay que saber atreverse a pedir respuestas difíciles, aunque parezcan incluso absurdas e imposibles. Sin pedir lo imposible, lo posible nunca es bueno ni verdadero.
El tema que está en el corazón del Prólogo es la gratuidad. La primera escena del libro nos muestra a Job como un hombre feliz. Se nos presenta sin padre ni madre, como un nuevo Adán, simplemente como un hombre. En las primeras palabras se contiene el mensaje universal de este libro: “Job, un hombre, del país de Us” (Job 1,1). El nombre, Job, de etimología incierta, no es hebreo. Job no es un hijo de Israel, sino sólo un hombre, como Adán. Sin padre ni madre. Habitante de un país extranjero, tal vez de la tierra de los edomitas, un pueblo extranjero, enemigo e idólatra.
Pero Job es también un hombre “justo y recto”, como Noé. Al comienzo del drama, Job es un hombre feliz: “Le habían nacido siete hijos y tres hijas. Tenía también siete mil ovejas, tres mil camellos…” (1,2-3). Es rico también por las felices relaciones entre sus hijos e hijas: “Sus hijos solían celebrar banquetes en casa de cada uno de ellos, por turno, e invitaban también a sus tres hermana a comer y beber con ellos” (1,4). Es también un hombre piadoso y devoto: “Al terminar los días de estos convites, Job les mandaba llamar para purificarlos” (1,5). Es un hombre “perfecto”, con una humanidad plena y floreciente.
En la segunda escena nos encontramos dentro de una asamblea celestial. Dios está junto a sus “hijos”. Entre ellos se encuentra el Satán (que en el libro de Job es uno de los miembros de la corte celestial, tal vez uno de los hijos de Dios). Acaba de regresar de darse una vuelta por la tierra, donde ha visto la rectitud de Job. Aquí comienza el diálogo central. El Satán insinúa una duda y se la presenta a Dios como una tesis: «Respondió el Satán a YHWH: “¿Es que Job teme a Dios de balde? … Has bendecido la obra de sus manos y sus rebaños hormiguean por el país. Pero extiende tu mano y toca todos sus bienes: ¡verás si no te maldice a la cara!”» (1,9-11).
La expresión “teme a Dios de balde” puede traducirse también como “sin recompensa”, “sin ser pagado”. Por eso en el corazón del relato de Job hay también una revolución religiosa y antropológica que trata de superar la visión retributiva de la fe (nuestra riqueza y nuestra felicidad son el premio a una vida fiel, nuestra o de nuestros padres), que ha sido central también en la ética del capitalismo.
Pero la pregunta sobre la gratuidad está en el centro de la existencia humana. ¿Somos capaces de liberarnos del registro de la reciprocidad, del que está hecha la gramática de nuestras relaciones sociales y afectivas, y actuar sólo por puro amor? Job no nos dará una respuesta fácil a la cuestión de la gratuidad que parece estar en el origen de la apuesta entre Dios y su ángel Satán. Tal vez no pueda dárnosla porque es más grande que él, el gran Job.
La historia de Job no es sólo una enseñanza sobre la ética de la desventura del justo, es también una reflexión radical sobre el sentido de la existencia humana, y por ello es un gran mito de iniciación a la vida. Los hijos e hijas que concebimos no son nuestros. El cuerpo lo dejaremos aquí. El dolor propio y ajeno es el pan de cada día. La tierra donde nacemos y donde vivimos no es nuestra. Los bienes no son para siempre. Los enemigos y las calamidades naturales matan primero a los animales (1,14-17).
Y, por último, la desgracia más grande: «Todavía estaba éste hablando, cuando llegó otro que dijo: “Tus hijos y tus hijas estaban comiendo y bebiendo en casa del hermano mayor. De pronto sopló un fuerte viento del lado del desierto y sacudió las cuatro esquinas de la casa; y ésta se desplomó sobre los jóvenes, que perecieron”» (1,18-19). Entonces Job «se levantó, rasgó su manto, se rapó la cabeza y postrado en tierra dijo: “Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allá retornaré. YHWH dio, YHWH quitó: ¡Sea bendito el nombre de YHWH!”». (1,20-21).
A partir de esta desnudez empieza el diálogo y la lucha en busca de la bendición más allá de las grandes heridas. Para aprender, sin consolaciones fáciles, el oficio de vivir, el encuentro con Job es decisivo, tal vez necesario para todos. Sus amigos más íntimos son Qohelet, Leopardi, y algunas grandes páginas de Dostoievski, Kafka, Nietzsche y Kierkegaard. Si es posible el sentido religioso, éste debe saber escuchar hasta el fondo las preguntas de Job e intentar al menos alguna respuesta.
Si seguimos a Job en profundidad, sin rebajas y hasta el final, podremos hacer una experiencia parecida a la que nos cuenta Raymond Carver en el espléndido cuento titulado “Catedral”. Un ciego toma la mano de su invitado, que ve con los ojos del cuerpo pero nunca había visto una catedral, o, si la había visto, la ha olvidado. Juntando sus manos, logran dibujarla juntos. Dejemos que Job nos tome de la mano y juntos podremos dibujar una obra maestra.
Artículo originalmente publicado por Ciudad Nueva