Vivimos en un mundo que tiende al moralismo y en el que recibimos constantes exhortaciones, casi órdenes, para que actuemos de una manera o de otra según los caprichos –sensatos o no– del poder. Si atendemos un momento enseguida escucharemos en la radio, en la televisión, en el trabajo, o leeremos en el periódico, en los libros, escrito en el escaparate, que debemos pelear por nuestros principios, luchar por nuestros sueños, competir en la vida con valentía… y el Papa Francisco nos viene con la idea de la "mansedumbre".
¿No es algo contradictorio, completamente contracorriente? Sólo nos lo parecerá así si entendemos el ser mansos como un signo de debilidad y sumisión cuando, por el contrario, se trata de una muestra clara de la fuerza de la personalidad y de la profundidad de las propias convicciones.
El primer dato relevante es que la mansedumbre es una virtud. Está claro que mucha gente piensa que esto de la virtud es añada demasiado vieja, cosa ya incomprensible. Pensemos por un momento si no es algo que merece la pena. La virtud no se refiere al obrar instantáneo ni es una receta sobre cómo actuar aquí y ahora, sino una cierta sabiduría que se adquiere con el tiempo y que nace del depósito de una experiencia reflexionada. No se contrapone ni mucho menos a la eficacia y a la consecución de objetivos: consiste en pensar sobre la vida, sobre cómo nos hemos comportado en según qué circunstancias, en observar cómo actúan los demás y en aprender de ellos, en crecer y en hacerse un criterio personal que termina por volverse costumbre, lo que llamamos una "manera de ser".
¿En qué consiste la virtud de la mansedumbre? En moderar las pasiones (sobre todo la cólera y la ira) de la manera adecuada, especialmente cuando nos dirigimos a los demás. Si conseguimos esto no seremos esclavos de nuestras ideas ni de nuestras pasiones a la hora de conversar y discutir. Miraremos a nuestros hermanos con una paz y un amor originados por esa actitud de mansedumbre "que congrega, que se hace acogedora, que atrae, pacifica, armoniza, deja crecer, sabe esperar los tiempos de Dios para cada uno." (Homilía en la Eucaristía de apertura de la 96ª Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina, el 10 de noviembre de 2008).
Como Arzobispo de Buenos Aires Jorge Bergoglio acostumbraba a insistir en la importancia de la mansedumbre cuando hablaba a los sacerdotes, mientras que ahora ha dado un paso más y nos la recomienda a todos como una indicación para la pastoral de la escucha, para tener paciencia, para querer a cada uno tal y como es, sin impacientarse, esperándole, respetando sus tiempos. Es la actitud de quien sabe que el Señor lleva la historia y que puede mirar a los demás y al futuro confiando y con esperanza, sin prisas que llevan a intentar imponer la verdad a martillazos.
¿Recuerda usted, querido lector o lectora, la oración de san Francisco? Ser un instrumento de paz, poner amor donde hay odio, perdón donde hay ofensa, unión donde hay discordia, ¡y también verdad donde hay error!, todo esto requiere de mansedumbre. Y nos ayuda a ser mansos el caer en la cuenta de que la verdad que estamos defendiendo nos exige más que nada ser testigos de ella y que no es comprensible separada del Amor de Dios.
De ahí que estemos ante una virtud que "se expresa en gestos de misericordia, en convicción de la misericordia y se encarna en hombres con entrañas de misericordia." Estoy convencido (y esta es una opinión personal) de que Francisco eligió el nombre del gran santo de Asís precisamente por el deseo de que el Señor le concediese ser un Papa manso. Hasta tal punto tiene en consideración esta virtud que a veces nosotros desdeñamos.
La mansedumbre no implica, por supuesto, que tengamos que estar de acuerdo con todo el mundo, o que debamos simular que lo estamos. ¿Sólo somos capaces de amar a los que piensan como nosotros? Si es así no debe de extrañarnos que nos quedemos solos. Al contrario, esa paz al escuchar al otro, ese saber que estamos en desacuerdo o, como decía el Papa a unos estudiantes japoneses, que "sabes que pienso diferente y tú a mí no me convences, pero igual somos amigos", es lo que construye puentes, es lo que permite escuchar y comprender y, en definitiva, dialogar.
Lo contrario, el gritar, enfadarse, mostrarse orgulloso… todo eso levanta muros. Decía el Papa hace poco más de un año refiriéndose a estas mismas cuestiones: "Yo tengo miedo de estos muros, de estos muros que crecen cada día y que favorecen los resentimientos. También el odio." (Homilía en Santa Marta, 24 de enero de 2014).
No es fácil actuar de esta manera, y no es porque seamos malvados, sino porque somos débiles y pecadores; pero podemos desear ser mansos y querer estar frente a los demás sin soberbia, hacernos hogar para todos.
Si de verdad tenemos este deseo el Señor nos lo concederá, como nos dice Francisco: "Pensad sólo en Jesús. Si nuestro corazón y nuestra mente están con Jesús, el triunfador, el que ha vencido a la muerte, el pecado, el demonio, todo, podemos hacer esto que nos pide Jesús y nos pide el apóstol Pablo: la mansedumbre, la humildad, la bondad, la ternura, la paciencia, la magnanimidad. Si no miramos a Jesús y si no estamos con Él no podemos hacer esto. Es una gracia: una gracia que viene de la contemplación de Jesús." (Homilía en Santa Marta, 12 de septiembre de 2013).