Podría parecer más de lo mismo, y que toca por imperativo de calenda. Con estas nos andamos ya con la mitad de la cuaresma a las espaldas. Pero no hay botón de pausa en esta cuesta. Habría que sacudirse la desgana de una cuaresma más, como quien suma trienios de cansancio ante cosas, palabras y gestos que han dejado ya de conmovernos. Queremos adentramos en esta vereda de cambio y conversión sabedores de que tendríamos tantas cosas que ajustar, tantas de las que quitar polvo y aburrimiento, tantas en las que dar un viraje convencido hacia la verdad, hacia la bondad y la belleza.
Pero los días pasan, como se nos escapan las semanas y tantas fechas, y así este tiempo de penitencia cristiana que culmina en el gozo de la pascua, nos reclama un toque de atención cuando su ecuador hemos superado ya. Es verdad que los gestos, los textos, los colores litúrgicos y las prácticas devocionales y los cantos, son los que ya sabemos que aparecen.
Pero mi vida hoy es otra a lo que era la de hace un año. Hay novedades que me arrugan y acorralan llenando mis horas y mis días de incertidumbre, de temor y tristeza. También puede haber novedades que me asoman a horizontes inmensos de serena paz con la que Dios dibuja en mi vida la esperanza con los colores de la alegría. El Papa Francisco nos invitaba este año a recorrer el camino cuaresmal como una ocasión para convertir el corazón, para volverlo a Dios y salir al encuentro de los hermanos. Nos proponía tres miradas atentas a este empeño, que tuvieran que ver con lo que él ha llamado las tres miserias.
En primer lugar está la miseria material. Toca a cuantos viven en una condición que no es digna de la persona humana: privados de sus derechos fundamentales y de los bienes de primera necesidad como la comida, el agua, las condiciones higiénicas, el trabajo, la posibilidad de desarrollo y de crecimiento cultural. Frente a esta miseria la Iglesia ofrece su servicio para responder a las necesidades y curar estas heridas que desfiguran el rostro de la humanidad. En los pobres y en los últimos vemos el rostro de Cristo; amando y ayudando a los pobres amamos y servimos a Cristo.
Luego está la miseria moral, que consiste en convertirse en esclavos del vicio y del pecado. ¡Cuántas familias viven angustiadas porque alguno de sus miembros —a menudo joven— tiene dependencia del alcohol, las drogas, el juego o la pornografía! ¡Cuántas personas han perdido el sentido de la vida, están privadas de perspectivas para el futuro y han perdido la esperanza! En estos casos la miseria moral bien podría llamarse casi suicidio incipiente. Esta forma de miseria, que también es causa de ruina económica, siempre va unida a la miseria espiritual, que nos golpea cuando nos alejamos de Dios y rechazamos su amor.
Finalmente está la miseria espiritual cuando falta Dios en nuestra vida. Hay que llevar el anuncio liberador de que existe el perdón del mal cometido, que Dios es más grande que nuestro pecado y nos ama gratuitamente, siempre, y que estamos hechos para la comunión y para la vida eterna. ¡El Señor nos invita a anunciar con gozo este mensaje de misericordia y de esperanza! Es hermoso experimentar la alegría de extender esta buena nueva, de compartir el tesoro que se nos ha confiado, para consolar los corazones afligidos y dar esperanza a tantos hermanos y hermanas sumidos en el vacío.
Tres miserias, tres invitaciones a abrir nuestro corazón para que en esta cuaresma única, Dios nos ilumine y nos convierta con la gracia del perdón. Es lo que pedimos y nos recordamos.
Por Monseñor Jesús Sanz Montes, arzobispo de Oviedo. Artículo publicado originalmente por SIC